30.1.16

Cangrejos

Hace unas semanas, estuve en un pequeño pueblecido que casi habia difuminado en el olvido.

Allí disfruté de unos de los mejores veranos de mi vida.

Paseando por sus encojidas calles, recordaba instantes.
Es curioso cómo las casas se achican, las aceras se juntan y estrechan y la gran avenida se hace pasaje cuando somos mayores. De niña me faltaba cuello para observar a lo alto entre la gente y los arboles! Y no te digo, para cruzar la calle..casi que se iba la mañana! Miraba cien veces a un lado y otras cien al otro. Todo es basto y enorme con ojos de infancia.!

Allí, recorrí y corrí todas y cada una de sus cuatro calles huyendo del «tonto del pueblo», así le llamaban. -El mundo, ya entonces, me parecia muy cruel-.

Solía esperarme en las cercanias del colmado donde cada mañana mi tia me enviaba a comprar el pan. Cuando me veia aparecer, se aproximaba ya corriendo. Pensaba que la tenia tomada conmigo y nunca se me ocurrió, esperarlo parada, y preguntarle qué era lo que queria. Es muy probable que, por prejuicios implícitos en mi educación social y algo de instinto de supervivéncia, huyera siempre en estampida. Aquel niño mayor viejo, seguramente encorrería todo aquello que se moviera o llamara su atención como única novedad en su vida.. Y le tenia miedo a la vez que sentía tristeza cuando a lo lejos, le veia sentado solo, dia tras dia, tarde tras tarde en un banco a las afueras. Entre la languidez y la nada.

No creo haber corrido tanto en mi vida como lo hice en ese pueblo. Por correr, llegué a competir hasta con un perro que queria comerse mi estupendo bocadillo de la merienda. Gané al cobijarme de un salto encima de un carromato. Sin embargo, el que se llevó el trofeo fue el perro cuando con el ímpetu de alzarme, se cayó el bocadillo al suelo.

Allí también conocí a mis primeros amigos. Jaime y Cristina. Cristina y Jaime. Ellos ya eran amigos de cuna. Pescar con ellos cangrejos en la cuenca del rio era más que genial. Los últimos pasos del sendero, antes de llegar a la vaguada del rio, los dábamos a trompicones corriendo, mientras tirábamonos blusas, faldillas y pantalones y entrábamos al agua directamente en bragas y calconcillos. Sin ningún tipo de pudor ni consciencia alguna de nuestros cuerpecillos ni sus casi inexistentes diferencias. La ropa quedaba en la orilla junto las sandalias y las meriendas.

Era extraordinario sentir esos últimos rayos de sol en la piel en contraste con el frio del agua. Si cierro los ojos, aún oigo el crepitar de la pequeña corriente entre las piedras y nuestro júbilo alborotado que salia castañeante entre dientes, cada vez que conseguiamos coger un cangrejo sin perderlo entre los temblores del frio. No era fácil.

Jaime y Cristina nadaban muy bien y yo, incapaz de reconocer que no sabia nadar, por vergüenza y mucho amor propio, «chapoteba» también muy bien. Diria que, hasta, exageradamente bien. Nunca rieron por ello. Ser niña resultaba muy cómodo con ellos. No necesitaba ser persona primero.

Cristina fue mi primera ilusión platónica y Jaime, mi gran amigo.