Hace unas semanas,
estuve en un pequeño pueblecido que casi habia difuminado en el
olvido.
Allí disfruté de
unos de los mejores veranos de mi vida.
Paseando por sus
encojidas calles, recordaba instantes.
Es curioso cómo las
casas se achican, las aceras se juntan y estrechan y la gran avenida
se hace pasaje cuando somos mayores. De niña me faltaba cuello para
observar a lo alto entre la gente y los arboles! Y no te digo, para
cruzar la calle..casi que se iba la mañana! Miraba cien veces a un
lado y otras cien al otro. Todo es basto y enorme con ojos de
infancia.!
Allí, recorrí y
corrí todas y cada una de sus cuatro calles huyendo del «tonto del
pueblo», así le llamaban. -El mundo, ya entonces, me parecia muy
cruel-.
Solía esperarme en
las cercanias del colmado donde cada mañana mi tia me enviaba a
comprar el pan. Cuando me veia aparecer, se aproximaba ya corriendo.
Pensaba que la tenia tomada conmigo y nunca se me ocurrió,
esperarlo parada, y preguntarle qué era lo que queria. Es muy
probable que, por prejuicios implícitos en mi educación social y
algo de instinto de supervivéncia, huyera siempre en estampida. Aquel niño mayor viejo, seguramente encorrería todo aquello que se moviera o llamara
su atención como única novedad en su vida.. Y le tenia miedo a la
vez que sentía tristeza cuando a lo lejos, le veia sentado solo, dia
tras dia, tarde tras tarde en un banco a las afueras. Entre la
languidez y la nada.
No creo haber
corrido tanto en mi vida como lo hice en ese pueblo. Por correr,
llegué a competir hasta con un perro que queria comerse mi estupendo
bocadillo de la merienda. Gané al cobijarme de un salto encima de
un carromato. Sin embargo, el que se llevó el trofeo fue el perro
cuando con el ímpetu de alzarme, se cayó el bocadillo al suelo.
Allí también
conocí a mis primeros amigos. Jaime y Cristina. Cristina y Jaime.
Ellos ya eran amigos de cuna. Pescar con ellos cangrejos en la cuenca
del rio era más que genial. Los últimos pasos del sendero, antes de
llegar a la vaguada del rio, los dábamos a trompicones corriendo,
mientras tirábamonos blusas, faldillas y pantalones y entrábamos al
agua directamente en bragas y calconcillos. Sin ningún tipo de pudor
ni consciencia alguna de nuestros cuerpecillos ni sus casi
inexistentes diferencias. La ropa quedaba en la orilla junto las
sandalias y las meriendas.
Era extraordinario
sentir esos últimos rayos de sol en la piel en contraste con el frio
del agua. Si cierro los ojos, aún oigo el crepitar de la pequeña
corriente entre las piedras y nuestro júbilo alborotado que salia
castañeante entre dientes, cada vez que conseguiamos coger un
cangrejo sin perderlo entre los temblores del frio. No era fácil.
Jaime y Cristina
nadaban muy bien y yo, incapaz de reconocer que no sabia nadar, por
vergüenza y mucho amor propio, «chapoteba» también muy bien. Diria que,
hasta, exageradamente bien. Nunca rieron por ello. Ser niña
resultaba muy cómodo con ellos. No necesitaba ser persona primero.
Cristina fue mi
primera ilusión platónica y Jaime, mi gran amigo.