Era de las pocas
veces que podia ver a mi padre en casa, sentado en la terraza, al
atardecer, tranquilo y con una mirada serena fijada en el horizonte.
-Después de regar sus macetas. Las de dentro de la casa eran las de
mi madre-. Siempre trabajaba, tenia dos trabajos, también el de casa. Éramos muchos y
en malos tiempos.
Por lo visto, todo
es cíclico.
Al contrario de
muchos padres y hombres de entonces y ahora, a mi padre nunca se le cayeron
los anillos por lavar la ropa en el lavadero o hacer la comida cuando
mi madre no podía. Eso se lo he valorado mucho en mi vida conforme
fui descubriendo las diferentes clases de hombres, vagos e
indeseables que existen.
Hacia tiempo que me
sentia intranquila y no sabia con quien hablar. Un impulso motivó mi
desvergüenza aquella tarde.
Papá..!
Si..?
-Papa, debo estar
enferma..!
Porqué, hija?
-Por que me gustan
las niñas!
Once años, tenia.
No tardó en
constestar al desasosiego. Lo que dijo se quedó grabado a fuego en
mi mente.
-Mira hija, la
dignidad de una persona no la encontrás nunca en la cama-.
Si seguimos hablando
del tema o si contestó algo más, no lo recuerdo. Sin embargo su
tono de voz, su mirada y esa naturalidad en la respuesta, me hizo
asimilar «in situ» confianza y seguridad y me evitó un montón de
traumas psicológicos posteriores que, a lo largo de la vida, he
visto en muchas personas. Sentí el peso del valor de aquellas
palabras aunque tardara varios años en saber que me quiso decir en
ese instante.